Disraelí E. Angel Cifuentes
Cuando iniciamos la caminata perimetral en la Sima de las Cotorras, el día parecía ser como todos los demás, el clima fresco aunque ya comenzaban a caer los primeros rayos del Sol.
En el trayecto, el guía enseñaba un nopal y muchos más, un palo de piedra y un huitumbillo, mientras avanzábamos, paso a paso, con uno que otro par de colibríes que, sin el menor recato, extraían el néctar de las flores de nuestro alrededor.
A las diez de la mañana un palo de cera, un mulato escarapelándose o un árbol de copal eran suficientes para retener el aire y compartirlo con el visitante.
Avanzamos otros diez metros y el día seguía siendo normal, aunque ya había recibido la instrucción de no mirar hacia abajo. De hecho bastaba con obedecer y agarrarse de las ramas de un sospó, de la raíz de un palo de camarón o del tallo de un jocote de montaña para sentirse seguro y seguir, como un soldado valiente.
Allá arriba, a unos 45 metros de alto, habían quedado la Sari, el Lalo, la Deni y mi suegra Angelita, quien había llegado de la Ciudad de México para conocer la Sima de las Cotorras.
Se quedaron allá porque no es cualquier cosa hacer la caminata perimetral, pasando por el corazón de la sima o la pendiente.
Fui el único valiente, pues, porque si bien la Deni quería hacer el viaje, a sus ocho años el riesgo de no regresar para contarlo podía ser alto.
De repente ya no podía uno avanzar sin soltarse de algún tepehuaje o de una piedra que sostenía al árbol de wage (wash) o flor de mayo.
“Este se llama quebracho”, indicaba mi guía, Don José María Castellanos López, el mismísimo Presidente de la Cooperativa Tzamanguimó, responsable del área.
No se lo dije, pero decidía que del “quebracho” yo no me agarraría, no quería inaugurar la estadística.
“O me regreso, o paso agarrándome de otra cosa”, pensé, muy para mis adentros, comenzando a sudar frío, aún sin mirar hacia abajo, para no sudar más o no meter reversa.
Y así pasé, a rastras, agarrándome de las piedras y alguno que otro bejuco.
De plano el viaje se había tornado peligroso.
El guía se adelantaba tres metros, pero luego regresaba para mostrarme cómo él transitó por alguna pendiente, tratando de darme ánimos.
Un “espino de llano” me ayudó a ganar un par de metros, había que llegar a otro mirador para tomar fotografías más cercanas a unas escandalosas cotorras: eran solo cuatro, intensamente verdes, pero ruidosas.
Las ramas de un “huisache” protegía mi cabeza de un Sol que comenzaba a calentar el ambiente, al tiempo que ayudaba a disimular mi sudor frío, cada vez más profuso; mi cuerpo todo se había irrigado de adrenalina.
“Ese árbol se llama “timbre”, así le decimos aquí”, irrumpió Don Chema mis pensamientos.
Llegué hasta ahí sin sobresalto, pero 120 centímetros después me andaba arrepintiendo.
“Tranquilo, no se preocupe, el talismecate es un árbol fuerte, está bien agarrado, apoye usted su pie y no voltee hacia abajo, ya vamos llegando al mirador de las pinturas rupestres, ahí va usted a tomar bonitas fotos”, seguía Don Chema, acostumbrado a pasar ahí entre 5 y 6 veces al día.
Por fin llegamos al mirador del que tanto hablaba el guía. En verdad la vista es impresionante, pues hacia abajo la distancia es, aún, de aproximadamente cien metros.
Moverse para mirar hacia arriba fue otro susto, al mover la cabeza hacia atrás para ver las pinturas metros arriba perdí el equilibrio, el peñasco parecía venirse hacia mí con todo su peso.
“Tranquilo, yo lo detengo”, dijo Don Chema, con su mano sobre mi espalda, y comenzó a explicarme las pinturas, casi todas de color rojo, con figuras antropomorfas, zoomorfas y geométricas, aunque yo sólo alcanzaba a ver unas manos dibujadas en negativo, según las palabras del guía.
“Aquí podremos ver signos, círculos, semicírculos, cuadros, líneas. Es muy probable que hayan sido realizadas cuando la sima era menos profunda, aunque también se cree que los antepasados debieron realizarlas con métodos alpinísticos ancestrales, debiendo descender hasta donde estamos y luego escalar hacia arriba algunos metros para plasmar ahí el mensaje”.
Mientras la adrenalina inundaba mi cuerpo y me llevaba a preguntarme qué necesidad tenía yo de andar exponiendo el pellejo en esta parte del suelo chiapaneco, disimulé con otra pregunta a mi acompañante: ¿Qué motivos impulsaba a la gente a pintar a estas alturas, arriesgando la vida, con obras en esos grados de dificultad?
“No lo sé, quizá porque dicen que esta es una sima encantada, algunas pinturas son simples, hay varios tipos; dibujos circulares, espiraliformes y siluetas humanas. Allá se puede ver la figura de “El Emperador”, tiene un gran tocado, a su derecha está “El Danzante”, también están las del “Guerrero” o “Cazador”, que tiene un arma en la mano derecha y un escudo o el objeto de su caza, del mismo color y con el mismo estilo”.
Ufff, toda una explicación relajante, para olvidar un poco el susto.
Mientras siguen las cotorras revoloteando entre las ramas del chicosapote, sobre todo las solteras, machos y hembras.
De pronto resbala mi pie y una piedra, pequeña, comienza a rodar hacia abajo en caída libre, pero sigo arriba, asido de una roca que tiende una punta para que me aferre a ella y no acompañe a la pequeña roca que, al fin, cae hasta el fondo, casi sin hacer ruido, aunque las cotorras sí se alebrestas y tornan más escandalosas, en la sima.
Unas mil quinientas de estas aves de color verde habían salido a buscar comida a otro lado, desde las 6 de la mañana.
Ellas, dice Don Chema (quien no se enteró que mi pie izquierdo anduvo en el aire), comen chicosapote, mujú, higo de llano, hundú, piragüita y nanchi.
Mi familia y yo habíamos llegado a las 7 de la mañana a pesar de haber salido de Tuxtla Gutiérrez a las 5:00 AM, todo porque los encargados en hacerlo no han colocado suficientes anuncios que permitan al turista orientarse desde la llegada a Ocozocoautla, máxime que la mayoría llega antes del amanecer para contemplar la salida de 3 parvadas de quinientas cotorras cada una, aproximadamente, haciendo espirales con el vuelo masivo de las aves, quienes parecen rendirle tributo al santuario.
Están aquí desde el mes de abril, pues llegan a este santuario con la primavera, continúa mi guía.
“Aquí se enamoran, le cantan a la vida, revolotean, presumen su belleza y encuentran novio. Ellas practican la fidelidad con la pareja, a la que se entregan durante 8 meses”, relata, emocionado.
Después de aparearse y que la hembra ha puesto sus huevos en un nido finamente elaborado por ambos, bien guarnecido debajo de los peñascos, a base de palito seco, hojas y, principalmente, pluma de los padres.
Entrambos cuidan los huevos, alternándose. Mientras uno hace guardia permanente, otro se va por comida. Es una amorosa espera de 18 a 21 días, al cabo del cual nacen los polluelos.
Entonces vienen los cuidados de los recién nacidos, a cargo de la pareja, quienes practican la paternidad responsable.
Ambos cuidan el nido, porque ahí cerca está, amenazante, el gavilán blanco, la lechuza, el halcón y la urraca, sus depredadores.
A veces la hembra, a veces el macho, así, alternándose, le dan de comer a los hijos, de pico a pico, como dándose besitos.
Por quinta vez interrumpe sus explicaciones para preguntarme si seguimos avanzando o nos regresamos.
“Voy a pasar de este lado, arrastrándome sobre esta piedra plana, se puede pasar abajo y no hay peligro, pero para que se sienta más seguro pasaremos aquí, déme su mano”, me decía.
Decidí mostrar que puedo dominar el miedo y avancé solo.
De las actividades a realizar en este lugar, entre ellas la escalada, el rappel, senderismo, observación de flora y fauna, elegí esta caminata perimetral no apta para cardíacos.
Allá mi familia observaba, con binoculares, mi paso por el tramo más difícil. Ellos habían rentado los binoculares para ver las pinturas rupestres, pero ahora se habían olvidado de ellas y sudaban frío como el reportero, aunque mi esposa había decidido retirarse para rezar y bajar la corte celestial para que me ayudaran en el camino.
Esta es una formación natural del valle de Ocozocoautla formada por consecuencia de la disolución de la piedra caliza, gracias a la acción de un intermitente goteo de agua y a un acomodamiento de la corteza terrestre, quizá por la presencia de un río subterráneo, aunque antes la gente que había caído un meteorito, pero no, fue un hundimiento de tierra, hace más de diez mil años, seguía Don Chema explicando, mientras yo seguía arrastrándome, cuidando que la cámara fotográfica no me empujara al precipicio.
“Déme su mano, no se haga el valiente, ya falta poco, y no vaya a moverse hacia la izquierda ni pegarse con ese pico, no sea que el dolor le haga perder equilibrio”, decía mi guía.
“Oiga, si me caigo quiero saber de cuántos metros será mi caída”, le respondí.
Y me dio datos precisos:
“La profundidad total es de 125 metros, el diámetro de la sima es de 430 metros, que nosotros estamos recorriendo ahorita, la longitud es de 172 metros, si usted se cae la distancia hacia abajo es de menos de cien metros, porque de aquí hacia arriba son como 45 metros, haga usted sus cuentas”, me respondió, como si yo estuviera para hacer restas o sacar mi calculadora.
Ya a punto de salir al otro lado, donde él aguardaba casi impaciente, dijo que el nombre científico de la cotorra es Aratinga cunicularis.
Que cuando está nublado no salen, creen que es muy de madrugada y retardan su viaje hasta que aclara un poco más.
Cuenta, además, que las cotorras abandonan este santuario los meses de noviembre, diciembre, enero y febrero, se van al río La Venta, a 5 km de aquí, allá se desarrollan.
Los padres cuidan a los bebés durante mes y medio, al cabo de ese tiempo ya salen a volar, y se siguen abril, mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre y algunos días de noviembre.
Por fin llegué al otro lado, y de ahí en adelante el trayecto se tornó tranquilo, sin el menor sobresalto.
Así supe que las vecinas de las cotorras son las chachalacas que dan una especie de bienvenida al paseante desde que llega, alternándose por grupos. Unas cantan a la entrada, otras responden más adelante con su inconfundible “Cá-ca-ro, Cá-ca-ro, Cá-ca-ro”.
Pero igual tienen de vecinos a la paloma torcaza, al chupamirto.
Entre la variada fauna vecina está el venado, coyote, conejos, gato de monte, armadillo, tejón, jabalí, tepezcuintle, mapache, oso hormiguero.
Ya más tranquilo me contó de las leyendas.
Un hombre oyó que hablaban allá abajo.
Otro dijo que canta un gallo a las 12 de la noche en el fondo de la sima.
El terreno donde se ubica la Sima de las Cotorras era de Don Bulmaro Morales, quien llegó a tener unas seis mil reses, que desaparecieron súbitamente con su muerte.
Por eso hoy se dice que la sima lo tenía encantado y hoy mucha gente cuenta que se lo han encontrado, que han platicado con él, a pesar de los varios años de su muerte.
Sencillamente su alma sigue rondando en la sima y no permite que alguien, absolutamente nadie caiga al precipicio.
Es suya.
Aunque la hayan comprado los 18 integrantes de la Cooperativa Tzamanguimó que ahora han puesto a funcionar el Restauran Cotorras donde sirven deliciosos caldos de gallina de rancho, costillitas, tamales de chipilín, barbacoa, aguas frescas.
Don Bulmaro jamás imaginó que su barranco se convertiría en atractivo turístico, ni menos vio la construcción de preciosas cabañas con camas matrimoniales, individuales, agua fría y tibia, estacionamiento, propio para llevar a la novia, con el pretexto de ir a admirar la bella sima.
Ahí la pareja podrá escoger recámara con nombre ecoturístico: tortolita, golondrina, zanate, tecolote, chachalaca, urraca, tapacamino, torcasa, y solicitar una hamaca por si requieren romper con la rutina.
Cualquier funcionario malandrino podrá escaparse de sus oficinas e irse con la secretaria hasta allá a reunión de trabajo, llamando previamente al teléfono 9686890289 o reservando en el correo electrónico escobar250_9@hotmail.com.
Para llegar simplemente tome la carretera de Tuxtla a Coita, luego la carretera a Malpaso, hacia la izquierda toma el camino a la Rivera Piedra Parada, donde entra por una terracería de 13 kilómetros 800 metros que pronto, con la gestoría de El Fronterizo del Sur, habrá de pavimentar el gobierno del Estado.
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